El siglo XX amaneció con un importante predominio de las ideas y de las ideologías; pero la hecatombe de dos guerras terribles e incomprensibles desbarató todos los esquemas e hizo que la humanidad, una vez más, se sumiera en el fango, fruto de lo cual fue un general desencanto del que todavía no nos hemos recuperado. La crisis cultural de los años 60 intentó reaccionar buscando nuevos valores, pero lo hizo sólo negativamente; y, fruto de ello, es todavía el negativismo o flojedad de nuestra sociedad actual. Vamos a constatarlos en varios aspectos.
El Informe sobre el desarrollo humano 1999, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo(PNUD 99, 25-56), analizando lo que han sido los diez últimos años de desarrollo humano en nuestra era de la globalización, señala que el mundo ha cambiado, en el sentido de que se ha producido una integración global, pero rápida y desequilibrada. El resultado es una fragmentación social, con cambios en el progreso y, al final, amenazas contra la seguridad humana.
Nuestra época es antiideológica: recusa las ideologías por el hecho de que han producido monstruosidades, llegando a sacrificar muchos millones de vidas humanas. Las dos ideologías más importantes de nuestro tiempo, el liberalismo y el socialismo, han demostrado una vez más aquello de que "los extremos se tocan", pues por lados distintos han venido a caer en las mismas calamidades. Pero ahora, con la postmodernidad, no se trata de la antiideología -que es lo que cabría desear y esperar- sino, más bien, de la desideologización, dando a las ideologías menos importancia de la que en realidad deberían tener. La consecuencia es que se niegan los ideales, cayéndose en un escepticismo, un eclecticismo y un integracionismo que han venido a rechazar, ciertamente, aquella antigua rigidez viciosa, pero sin aportar nada que la sustituya positivamente. "La conclusión -escribe Javier Sádaba (en A. Alférez 1990, 104)- es que nuestro tiempo, con la aparente bondad de la tolerancia que implicaría no aferrarse a una ideología concreta, corre el peligro de perder fuerza, ser confuso y confiar en exceso en el estilo en su sentido menos benigno".
Con todo, ideologías las tenemos, pero no como las de antes. Según el mencionado autor (cf. p.137ss), las que ahora circulan entre nosotros se cifran en las siguientes: un romanticismo de baja intensidad (o revaloración del sentimiento, expresada en valores como la felicidad y el "yo"), el nacionalismo de protesta, el economicismo hedonista (el criterio del éxito se mide por los bienes de que se disponen), la cultura subjetiva, el escepticismo creador (creyendo que el mundo ha de cambiar estableciendo una mayor justicia y libertad) y el pacifismo consecuente, que trata de llevar éste a sus últimas consecuencias, denunciando no sólo la pena de muerte sino cualquier militarización de los Estados.
Son muchos los autores (W. Brezinka 1988, 136-41; 1990: 37-50, por ejemplo) que han denunciado el individualismo que aqueja a la sociedad actual; hasta la Ética que hoy día se propone (la "teoría de la justicia", de J. Rawls; o la tan mencionada "ética mínima") no son más que unas éticas hechas desde el mero egoísmo personal. Y de aquí, si se pasa a la consideración del bien de los demás, es casi sólo por simple sensibilidad estética, y sin el compromiso de un verdadero sacrificio personal. En este sentido B. Wahlström (1994, 16s) ha señalado que, junto a la preocupación por el yo, surge cada vez más una preocupación por los otros, por la humanidad en general: "Las visiones orientadas al yo, propias de la década de 1980, se han desvanecido y han sido sustituidas por la perspectiva del nosotros juntos, propia de la década de 1990. La autorrealización y el estilo personal de vida son todavía importantes, pero ahora hay que tener en cuenta otra dimensión: la importancia de nuestro medio ambiente común". Pero sólo en tanto en que yo me veo afectado por él.
En el ámbito de la economía y de la empresa se alimentó en los últimos decenios la llamada cultura del "yo emprendedor" (de modelo neoliberal), fundada en la idea de que el progreso y el éxito nacen de cualidades personales como la confianza en sí mismo, la capacidad de acción y la expectativa de beneficios. Pero en los años 90 se ha discutido esta teoría, sobre la base de que no resolvía el problema de "la sociedad de los dos tercios" (o hecho de que, en los países desarrollados, el bienestar sólo alcanza a los dos tercios de la población, produciendo un considerable número de marginados; cf. P. Wagner 1997, 282-6). Una vez más, pues, el individualismo aparece unido a la crisis de nuestra sociedad.
Y en ésta la disciplina de la producción y del mercado ha entrado en un nuevo modelo que llamamos postfordismo y postburocracia, que tienden a romper estructuras rígidas. El postfordismo consiste en una tendencia a flexibilizar los procesos y mercados de trabajo; y -como dice Eduardo Terrén (1999, 258)- "la descentralización y la flexibilidad no sólo se corresponden con la vida económica, sino también con la fragmentación del resto de las esferas de la vida social y la quiebra de los modos de vida asociados con el capitalismo organizado del bienestar". Y la postburocracia es una reacción, en la última década de los años 90, a la idea de una delimitación clara de las tareas y responsabilidades dentro de las instituciones (burocratismo), pensando que podrá efectuarse una mejor adaptación al cambio a través de prácticas como la flexibilización estructural, los canales de comunicación e información pluridireccionales y la atención a la creatividad y sugerencias individuales.
Nuestra sociedad actual no puede entenderse sin una fuerte referencia a la revolución cultural de 1968; sus efectos nos siguen marcando de uno u otro modo (por acción o por reacción, según los casos). Pues bien, desde esta perspectiva -y con una crítica feroz a aquel suceso cultural- la crisis de valores en que nos hallamos ha sido vista y descrita por Michel Houellebecq (1999) como una disolución de valores, como un nihilismo axiológico. En su novela Las partículas elementales, el último de los bestseller (que ha sido traducido a veinte lenguas), nos presenta personajes de la generación del Mayo francés del 68 y de las siguientes y hasta de las 3 futuras, que se muestran totalmente indiferentes a los valores humanos más esenciales y elementales (la familia, el amor, la vida, los ideales); dice que "beatniks, hippies y serial killers convergían, en la medida en que todos ellos eran libertarios integrales, en profesar la afirmación integral de los derechos del individuo contra todas las normas sociales, todas las hipocresías que según ellos constituyen la moral, el sentimiento, la justicia y la compasión" (p. 195). Viviendo así, los protagonistas de la novela a sus cuarenta años de edad se sienten ya viejos, fastidiados de la vida y no sirviendo para nada; ante tal situación acaban con un comportamiento bastante lógico: el suicidio. El autor, proyectando este cuadro hacia el futuro, señala como salida para esa nueva era (New Age) una vida humana y una sociedad totalmente mecanizadas y desalmadas, al estilo del "mundo feliz" de Aldous Huxley, con la eliminación de la personalidad.
La educación en valores y otras cuestiones pedagógicas. José María Quintana Cabanas. (2005) Barcelona: PPU.
El Informe sobre el desarrollo humano 1999, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo(PNUD 99, 25-56), analizando lo que han sido los diez últimos años de desarrollo humano en nuestra era de la globalización, señala que el mundo ha cambiado, en el sentido de que se ha producido una integración global, pero rápida y desequilibrada. El resultado es una fragmentación social, con cambios en el progreso y, al final, amenazas contra la seguridad humana.
Nuestra época es antiideológica: recusa las ideologías por el hecho de que han producido monstruosidades, llegando a sacrificar muchos millones de vidas humanas. Las dos ideologías más importantes de nuestro tiempo, el liberalismo y el socialismo, han demostrado una vez más aquello de que "los extremos se tocan", pues por lados distintos han venido a caer en las mismas calamidades. Pero ahora, con la postmodernidad, no se trata de la antiideología -que es lo que cabría desear y esperar- sino, más bien, de la desideologización, dando a las ideologías menos importancia de la que en realidad deberían tener. La consecuencia es que se niegan los ideales, cayéndose en un escepticismo, un eclecticismo y un integracionismo que han venido a rechazar, ciertamente, aquella antigua rigidez viciosa, pero sin aportar nada que la sustituya positivamente. "La conclusión -escribe Javier Sádaba (en A. Alférez 1990, 104)- es que nuestro tiempo, con la aparente bondad de la tolerancia que implicaría no aferrarse a una ideología concreta, corre el peligro de perder fuerza, ser confuso y confiar en exceso en el estilo en su sentido menos benigno".
Con todo, ideologías las tenemos, pero no como las de antes. Según el mencionado autor (cf. p.137ss), las que ahora circulan entre nosotros se cifran en las siguientes: un romanticismo de baja intensidad (o revaloración del sentimiento, expresada en valores como la felicidad y el "yo"), el nacionalismo de protesta, el economicismo hedonista (el criterio del éxito se mide por los bienes de que se disponen), la cultura subjetiva, el escepticismo creador (creyendo que el mundo ha de cambiar estableciendo una mayor justicia y libertad) y el pacifismo consecuente, que trata de llevar éste a sus últimas consecuencias, denunciando no sólo la pena de muerte sino cualquier militarización de los Estados.
Son muchos los autores (W. Brezinka 1988, 136-41; 1990: 37-50, por ejemplo) que han denunciado el individualismo que aqueja a la sociedad actual; hasta la Ética que hoy día se propone (la "teoría de la justicia", de J. Rawls; o la tan mencionada "ética mínima") no son más que unas éticas hechas desde el mero egoísmo personal. Y de aquí, si se pasa a la consideración del bien de los demás, es casi sólo por simple sensibilidad estética, y sin el compromiso de un verdadero sacrificio personal. En este sentido B. Wahlström (1994, 16s) ha señalado que, junto a la preocupación por el yo, surge cada vez más una preocupación por los otros, por la humanidad en general: "Las visiones orientadas al yo, propias de la década de 1980, se han desvanecido y han sido sustituidas por la perspectiva del nosotros juntos, propia de la década de 1990. La autorrealización y el estilo personal de vida son todavía importantes, pero ahora hay que tener en cuenta otra dimensión: la importancia de nuestro medio ambiente común". Pero sólo en tanto en que yo me veo afectado por él.
En el ámbito de la economía y de la empresa se alimentó en los últimos decenios la llamada cultura del "yo emprendedor" (de modelo neoliberal), fundada en la idea de que el progreso y el éxito nacen de cualidades personales como la confianza en sí mismo, la capacidad de acción y la expectativa de beneficios. Pero en los años 90 se ha discutido esta teoría, sobre la base de que no resolvía el problema de "la sociedad de los dos tercios" (o hecho de que, en los países desarrollados, el bienestar sólo alcanza a los dos tercios de la población, produciendo un considerable número de marginados; cf. P. Wagner 1997, 282-6). Una vez más, pues, el individualismo aparece unido a la crisis de nuestra sociedad.
Y en ésta la disciplina de la producción y del mercado ha entrado en un nuevo modelo que llamamos postfordismo y postburocracia, que tienden a romper estructuras rígidas. El postfordismo consiste en una tendencia a flexibilizar los procesos y mercados de trabajo; y -como dice Eduardo Terrén (1999, 258)- "la descentralización y la flexibilidad no sólo se corresponden con la vida económica, sino también con la fragmentación del resto de las esferas de la vida social y la quiebra de los modos de vida asociados con el capitalismo organizado del bienestar". Y la postburocracia es una reacción, en la última década de los años 90, a la idea de una delimitación clara de las tareas y responsabilidades dentro de las instituciones (burocratismo), pensando que podrá efectuarse una mejor adaptación al cambio a través de prácticas como la flexibilización estructural, los canales de comunicación e información pluridireccionales y la atención a la creatividad y sugerencias individuales.
Nuestra sociedad actual no puede entenderse sin una fuerte referencia a la revolución cultural de 1968; sus efectos nos siguen marcando de uno u otro modo (por acción o por reacción, según los casos). Pues bien, desde esta perspectiva -y con una crítica feroz a aquel suceso cultural- la crisis de valores en que nos hallamos ha sido vista y descrita por Michel Houellebecq (1999) como una disolución de valores, como un nihilismo axiológico. En su novela Las partículas elementales, el último de los bestseller (que ha sido traducido a veinte lenguas), nos presenta personajes de la generación del Mayo francés del 68 y de las siguientes y hasta de las 3 futuras, que se muestran totalmente indiferentes a los valores humanos más esenciales y elementales (la familia, el amor, la vida, los ideales); dice que "beatniks, hippies y serial killers convergían, en la medida en que todos ellos eran libertarios integrales, en profesar la afirmación integral de los derechos del individuo contra todas las normas sociales, todas las hipocresías que según ellos constituyen la moral, el sentimiento, la justicia y la compasión" (p. 195). Viviendo así, los protagonistas de la novela a sus cuarenta años de edad se sienten ya viejos, fastidiados de la vida y no sirviendo para nada; ante tal situación acaban con un comportamiento bastante lógico: el suicidio. El autor, proyectando este cuadro hacia el futuro, señala como salida para esa nueva era (New Age) una vida humana y una sociedad totalmente mecanizadas y desalmadas, al estilo del "mundo feliz" de Aldous Huxley, con la eliminación de la personalidad.
La educación en valores y otras cuestiones pedagógicas. José María Quintana Cabanas. (2005) Barcelona: PPU.